Un solo hecho: Muchas miradas
Después de los lamentables hechos ocurridos en Londres, la semana recién pasada, la discusión en gran parte del orbe gira alrededor de una serie de preguntas en torno a lo acaecido ese día, entre ellas ¿Por qué paso? y ¿Que vendrá?, las respuestas son muchas y muy variadas. En el Diario La Tercera del día de ayer, en su sección reportajes, aparece un articulo titulado El día después de Londres 7/7, allí tres importantes plumas británicas entregan su particular mirada sobre lo ocurrido ese trágico día, poniendo de manifiesto el debate existente. El texto es el siguiente:
Una ciudad sangrienta, pero de pie
Niall Ferguson
Londres puede aguantarlo. A diferencia de los neoyorkinos el 11/9, los londinenses del 7/7 -como los ataques terroristas del jueves serán llamados- han pasado por esto antes. Muchas veces.
Las primeras bombas del Blitz, el bombardeo alemán durante la II Guerra Mundial, cayeron sobre el centro de Londres el 24 de agosto de 1940 y desde entonces hubo recurrentes ataques, que culminaron con las campañas con bombas voladoras V1 y cohetes V2 de 1944 y 1945. Como se sabe, los bombardeos mataron alrededor de 43 mil civiles británicos, gran parte de ellos londinenses.
Por supuesto, ahora sabemos que la moral no tuvo siempre una solidez uniforme durante esa época. Harold Nicolson, cronista de esos tiempos y miembro del Parlamento, describió magistralmente sobre la crisis de nervios de un veterano político laborista, y sabemos también que no todo era todo dulzura y alegría en las malolientes estaciones del metro donde los londinenses se vieron obligados a refugiarse (Ya ven: el metro sabe todo acerca de bombas).
Aun así, la actitud de Nicolson de mostrarse (si no sentirse) sereno, era bastante típica. "Ya no me altera los nervios", escribió en su diario después de una incursión aérea. "Aunque todavía estoy consciente de que cuando escucho el ruido de un motor en las calles vacías me inquieto, pensando no vaya a ser que es una bomba silvando justo detrás mío".
La sicóloga Melitta Schmideberg concluyó en 1942 que "la mayoría de la población se adaptó a la nueva realidad de los bombardeos, definiendo nuevos estándares de seguridad y peligro, y aprendiendo gradualmente a ver los ataques como un incómodo pero inevitable ingrediente de la vida cotidiana". (Esto no era, por cierto, lo que muchos políticos de la época esperaban. La creencia convencional era que la Luftwaffe sería capaz de desatar el pánico y el pandemonium en las primeras 24 horas de hostilidades).
La firmeza y el espíritu impasible británicos probaron ser un arma triunfal. Películas como "Londres puede aguantarlo" -un documental de 10 minutos rodado en el medio de los bombardeos de 1940 para registrar la resiliencia de los habitantes-, así como los electrizantes relatos radiales de Edward Murrow, el corresponsal de la CBS en Londres, ayudaron notablemente a construir el respaldo estadounidense a los británicos. "Tú incendiaste la ciudad de Londres en nuestros hogares", escribió a Murrow el poeta norteamericano Archibald MacLeish, "y sentimos las llamas".
Así que cuando escuché las noticias de los eventos del jueves, mi primera reflexión fue pensar en que algunos ya bombardearon Londres antes, y lo lamentaron. Habiendo pasado casi toda la semana en Berlín -donde aún es posible apreciar las secuelas físicas sobre la ciudad que dejaron los bombarderos aliados- tuve aguda consciencia de que cómo hicimos pagar a los alemanes por lo que hicieron en Londres. Los tiempos cambian, por supuesto. Cuando regresaba a Londres el mismo jueves, percibí cómo los actuales habitantes de la capital son mucho menos serenos que aquellos de la generación de la II Guerra. Los londinenses de hoy son propensos a manifestaciones emocionales que sus abuelos no se permitirían: lloran en los funerales de las princesas, y celebran con un embarazoso entusiasmo ante la noticia de que su ciudad será sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Pero aunque parezcan más blandos, muchos de los londinenses de hoy vivieron horrosas escenas. Los alemanes no fueron los últimos en bombardear Londres. La campaña de atentados del IRA está aún fresca en la memoria de cualquier adulto de la ciudad. El IRA atacó Londres en 1973 (dos autos-bomba, uno frente a Old Bailey), y de nuevo en 1974. En 1982, mató a 11 soldados en atentados en Hayde y Regents Parks. Un año después, seis personas en las tiendas Harrods. En 1992, tres más en el distrito financiero. En 1993, detonó otra vez un camión en Bishopsgate. Y aún recuerdo vívidamente el ataque a Docklands en 1996, porque ocurrió justo enfrente de donde yo trabajaba. En ese entonces, tal como durante el bombardeo alemán, la actitud universal podía resumirse en la frase "business as usual". Todos estábamos conscientes de que nuestros padres y abuelos la habían tenido mucho peor, sin quejarse ni acobardarse.
Lo que ocurrió el jueves fue con toda certeza mucho mejor calculado -y más letal- que cualquier acción emprendida por el IRA. Y otra vez los londinenses reaccionaron con sangre fría. En cualquier caso todos sabíamos que esto ocurriría tarde o temprano. Desde el 11 de septiembre nunca dejé de tomar el metro sin preguntarme ¿Será hoy? ¿Elegirán mi carro?, pero lo abordé de todas formas. Y ahora debo tratar de seguir haciendo lo mismo. Estoy confiado de que -quienes hayan sido los responsables- no lograrán su meta de alterar la vida de Londres. Más que eso: estoy seguro de que los terroristas vivirán -aunque probablemente no por mucho tiempo- para lamentar haber seguido el ejemplo de la Luftwaffe y de sus imitadores irlandeses.
No podemos rendirnos ante sus "quejas"
Christopher Hitchens
El jueves, en algún lugar alrededor de Londres, cerca de las 8.45 de la mañana, debe haber habido un grupo de tipos prendiendo la televisión y la radio con cara de maligna expectación. Espero y creo que lo que vieron los decepcionó. Simplemente no había suficiente de qué celebrar para los sicópatas. Por cierto que debe haber sido infernal debajo de King´s Cross, pero en la superficie no hubo pánico, ni alaridos, ni gritos pidiendo venganza. Escribo esto pocas horas después de las bombas, pero podría apostar que no habrá ninguna idiotez sangrienta, como ataques contra mezquitas o inmigrantes árabes o islámicos. Después de todo, las bombas en los buses y en el metro son una prueba de que a los autores de los atentados no les preocupa matar musulmanes, y eso prueba que ellos son tan víctimas como los demás.
Cuando usamos la débil palabra "terrorismo", estamos hablando de crueldad indiscriminada dirigida contra civiles. "Sadismo", "fascismo", o "nihilismo" serían conceptos mejores, porque refieren al veneno que se esconde en el nivel sub-humano del hombre.
La gente tiene miedo de los accidentes aéreos y de las alturas, por eso los ataques del 11 de septiembre del 2001 fueron el golpe perfecto al inconsciente colectivo global. Pero la gente también les teme a los incendios, a las multitudes o al encierro subterráneo: la mente de los fascistas está afinada para explotar precisamente esas fobias. Especulo, por eso, que quienes planearon esta atrocidad esperaban más pavor del que consiguieron.
Todos sabíamos que esto venía, y que un día un familiar nombre como Tavistock Squere se convertiría en sinónimo de barbarie. El bueno y viejo bus rojo londinense, símbolo de nuestra ciudad, fue rajado y convertido en chatarra. Por más absurda que esta violencia aparezca, expresa una ideología de muerte. Los predicadores de este culto se han encargado de advertirnos que adoran la muerte más de lo que nosotros amamos la vida. Su apuesta es que esto los hace imparables. Habrá que ver: ellos no pueden probar que están en lo cierto si nosotros no los ayudamos.
Mis amigos estadounidenses están impresionados con la compostura de los londinenses. Apuesto a que el transporte público de la ciudad volverá a operar en menos tiempo que tardaron las aerolíneas norteamericanas..
Recuerdo cuando vivía en Londres durante los ataques del IRA durante los años '70. Vi explotar el primer auto-bomba en 1972. No hubo advertencia esa vez, pero después surgió una cierta etiqueta para los atentados. Y aunque detestaba a esa gente que potencialmente podía hacerme estallar, estaba consciente de que había viejas disputas envueltas, y que también era posible una solución política.
Nada de eso se aplica en este caso. Ya sabemos cuáles son las "quejas" de los jihadistas. Las quejas de ver mujeres sin un velo que les cubra la cara. Las quejas por la existencia, no del Estado de Israel, sino del pueblo judío. Las quejas por la herejía de la democracia, que impide la imposición de la sharia, la ley islámica. Las quejas por una obra de ficción escrita por un ciudadano indio que vive en Londres (Salman Rushdie). Las quejas por la sola existencia de los homosexuales. Las quejas sobre la música, o sobre cualquier arte escénico. Todo esto ha sido proclamado como una licencia para matar infieles y apóstatas, o a cualquiera que se pone en el camino.
Ayer, por unos momentos, los londinenses vivieron en carne propia lo que es la vida para la gente común en Irak y Afganistán, aquellos a quienes su fe no los protege de morir a manos de quienes creen que no son lo suficientemente islámicos, o que son malos musulmanes. Es un grave error creer que los ataques son un asalto a "nuestros valores", o a "nuestra" forma de vida. Es, más bien, un asalto a la idea de civilización.
A su vez, se perfectamente que hay mucha gente que piensa que fue Tony Blair y su alianza con George W. Bush el que nos trajo todo esto. Un breve consejo para ellos: traten de no vociferar, o de hacerlo al menos después de los funerales. Y ya están advertidos sobre la gran falacia: por más en contra de la operación en Irak que estés, no puedes validar esas "quejas" que motivaron las bombas.
No traten siquiera de conectar las dos cosas. Ya hay algunos cuya lógica les dice que los escuadrones de soldados en Irak son el origen de los cadáveres en casa. ¿Cómo puede ser alguien tan torcido y estúpido? ¿Cómo puede prestarse alguien para servir de megáfono de esos asesinos? Esas "quejas" que enumeré arriba son injustificables, y esa es una de las muchas razones de por qué los islamistas no van a triunfar. Demandan lo imposible: el precio de todas las vidas que sean necesarias en favor de la imposición de una visión totalitaria. No hay nadie aquí con quien negociar, y sencillamente no podemos rendirnos. Lo que corresponde ahora es perseguir y capturar a los responsables. Los Estados que los cobijan o protegen no conocerán la paz. Las sociedades donde crecen y se desarrollan no permanecerán para siempre en su error, y su sórdido culto a la muerte no es nada con nuestro amor por Londres, que defenderemos como siempre hemos hechos y que sobrevivirá a todo esto con facilidad.
Bajo las bombas
Juan Luis Cebrián
El brutal ataque terrorista que el jueves padeció Londres merece algunas reflexiones políticas sobre la respuesta de las democracias ante situaciones como ésta y acerca de la utilización interesada, y aun sectaria, que se suele hacer de tan execrables sucesos.
El jueves negro de Londres y el jueves negro de Madrid tienen la misma firma, se explican por las mismas causas y merecen la misma respuesta unánime de parte del mundo civilizado. Ésta no puede ser, de nuevo, una guerra indiscriminada y cruel como aquella en la que se embarcó el trío de las Azores. Es posible que los atentados en la capital británica no sean -por lo menos, no principalmente- una respuesta a la invasión de Irak, pero a estas alturas también parece obvio que la guerra convencional contra Saddam Hussein y la brutal invasión de un país extranjero no constituían la réplica adecuada a la insidiosa agresión de Al Qaeda. Diga lo que diga el Presidente norteamericano, el problema con el que tenemos que enfrentarnos no es la existencia de un imaginario imperio del mal al que tenemos que vencer, sino el averiguar cómo las sociedades democráticas y abiertas son capaces de defenderse de los integrismos criminales de cualquier especie, sin renunciar a su sistema de vida, basado en los valores de la libertad.
Una primera condición para que la lucha contra este terrorismo de nuevo cuño sea exitosa es precisamente el reconocimiento de su carácter internacional, que demanda respuestas basadas también en acuerdos y decisiones de idéntico significado, lo que enfatiza la necesidad de recuperar el papel de la ONU y sus instituciones añejas. Por eso es tan grave la actitud de quienes han pretendido enmascarar lo sucedido hace año y medio en Madrid con lucubraciones mendaces sobre las motivaciones e identidad de los terroristas. Por eso, también, el tremendo error cometido por la Casa Blanca y sus socios de Londres y Madrid a la hora de lanzarse a la aventura bélica en Asia, de espaldas a la legalidad y sin el asentimiento de sus principales aliados, sólo se explica por razones ajenas a la lucha antiterrorista y ligadas a oscuras motivaciones de poder. Desde que fue tomada aquella decisión, que ha costado decenas de miles de vidas inocentes, hemos visto debilitarse los organismos supranacionales mientras se perpetraba la profunda división de Europa, se potenciaban los sentimientos ultranacionalistas y los fundamentalismos de todo género, y se sumía a las poblaciones del llamado primer mundo en un ambiente de miedo y desesperanza. Los gobernantes, junto a las justas lamentaciones por lo sucedido, deberían hacer un examen de conciencia sobre lo equivocado de aquella determinación, aparentemente audaz, sin que ello signifique que tengan que sentirse culpables por lo sucedido. Los culpables del terrorismo son, exclusivamente, los terroristas, pero los líderes políticos son responsables de tomar las medidas adecuadas que garanticen, a un tiempo, la seguridad y la libertad de los ciudadanos sin añadir más horror al horror ya causado. Es una tarea nada fácil, desde luego, virtualmente casi imposible, pero de la que de ninguna manera pueden abdicar quienes voluntariamente se presentan ante la ciudadanía como conductores de su destino.
Mientras, el reforzamiento de las instituciones y la cooperación, todavía muy pobre, entre los diferentes sistemas y servicios de seguridad son la única manera posible de confrontar el peligro. Éste no es un problema de americanos, ingleses o españoles; es un problema global que demanda respuestas globales. Requiere, por lo mismo, una Europa política más unida y fuerte, con un liderazgo más relevante que el que ejerce el antiguo anfitrión de las Azores, y una cohesión mayor en la defensa de los valores fundamentales de la democracia frente a los particularismos de unos y otros. Demanda también una Alianza Atlántica menos sometida al unilateralismo de la primera potencia mundial y más comprometida con el futuro de las poblaciones a las que defiende. En definitiva, el mensaje de muerte de los fanáticos seguidores de Bin Laden pone de relieve la necesidad de un cambio profundo en nuestras instituciones de gobierno y en las motivaciones que agitan las pasiones del poder.
La batalla tiene que darse en muchos frentes: en el policial y judicial desde luego, pero también en el cultural, en el educativo y en el religioso. Atañe a la integración de los inmigrantes que llegan por oleadas al mundo desarrollado, a las cuestiones planteadas por el multiculturalismo, a la lucha contra las desigualdades económicas, y a la eliminación del exasperante y ciego egoísmo de las sociedades capitalistas. Atañe, en definitiva, a la recuperación de los valores de la democracia, a la eliminación del odio como caldo de cultivo de la política y al reconocimiento de la existencia del otro en el marco de nuestra convivencia plural. Algo por lo que deberían velar (en España, por ejemplo) no sólo los responsables políticos, sino los medios de comunicación, y de manera connotada aquellos que, en nombre de la defensa de sus accionistas, inundan los hogares de basura televisiva o inmundicia radiada, contribuyendo a ese ambiente de división social y miedo.
Una ciudad sangrienta, pero de pie
Niall Ferguson
Londres puede aguantarlo. A diferencia de los neoyorkinos el 11/9, los londinenses del 7/7 -como los ataques terroristas del jueves serán llamados- han pasado por esto antes. Muchas veces.
Las primeras bombas del Blitz, el bombardeo alemán durante la II Guerra Mundial, cayeron sobre el centro de Londres el 24 de agosto de 1940 y desde entonces hubo recurrentes ataques, que culminaron con las campañas con bombas voladoras V1 y cohetes V2 de 1944 y 1945. Como se sabe, los bombardeos mataron alrededor de 43 mil civiles británicos, gran parte de ellos londinenses.
Por supuesto, ahora sabemos que la moral no tuvo siempre una solidez uniforme durante esa época. Harold Nicolson, cronista de esos tiempos y miembro del Parlamento, describió magistralmente sobre la crisis de nervios de un veterano político laborista, y sabemos también que no todo era todo dulzura y alegría en las malolientes estaciones del metro donde los londinenses se vieron obligados a refugiarse (Ya ven: el metro sabe todo acerca de bombas).
Aun así, la actitud de Nicolson de mostrarse (si no sentirse) sereno, era bastante típica. "Ya no me altera los nervios", escribió en su diario después de una incursión aérea. "Aunque todavía estoy consciente de que cuando escucho el ruido de un motor en las calles vacías me inquieto, pensando no vaya a ser que es una bomba silvando justo detrás mío".
La sicóloga Melitta Schmideberg concluyó en 1942 que "la mayoría de la población se adaptó a la nueva realidad de los bombardeos, definiendo nuevos estándares de seguridad y peligro, y aprendiendo gradualmente a ver los ataques como un incómodo pero inevitable ingrediente de la vida cotidiana". (Esto no era, por cierto, lo que muchos políticos de la época esperaban. La creencia convencional era que la Luftwaffe sería capaz de desatar el pánico y el pandemonium en las primeras 24 horas de hostilidades).
La firmeza y el espíritu impasible británicos probaron ser un arma triunfal. Películas como "Londres puede aguantarlo" -un documental de 10 minutos rodado en el medio de los bombardeos de 1940 para registrar la resiliencia de los habitantes-, así como los electrizantes relatos radiales de Edward Murrow, el corresponsal de la CBS en Londres, ayudaron notablemente a construir el respaldo estadounidense a los británicos. "Tú incendiaste la ciudad de Londres en nuestros hogares", escribió a Murrow el poeta norteamericano Archibald MacLeish, "y sentimos las llamas".
Así que cuando escuché las noticias de los eventos del jueves, mi primera reflexión fue pensar en que algunos ya bombardearon Londres antes, y lo lamentaron. Habiendo pasado casi toda la semana en Berlín -donde aún es posible apreciar las secuelas físicas sobre la ciudad que dejaron los bombarderos aliados- tuve aguda consciencia de que cómo hicimos pagar a los alemanes por lo que hicieron en Londres. Los tiempos cambian, por supuesto. Cuando regresaba a Londres el mismo jueves, percibí cómo los actuales habitantes de la capital son mucho menos serenos que aquellos de la generación de la II Guerra. Los londinenses de hoy son propensos a manifestaciones emocionales que sus abuelos no se permitirían: lloran en los funerales de las princesas, y celebran con un embarazoso entusiasmo ante la noticia de que su ciudad será sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Pero aunque parezcan más blandos, muchos de los londinenses de hoy vivieron horrosas escenas. Los alemanes no fueron los últimos en bombardear Londres. La campaña de atentados del IRA está aún fresca en la memoria de cualquier adulto de la ciudad. El IRA atacó Londres en 1973 (dos autos-bomba, uno frente a Old Bailey), y de nuevo en 1974. En 1982, mató a 11 soldados en atentados en Hayde y Regents Parks. Un año después, seis personas en las tiendas Harrods. En 1992, tres más en el distrito financiero. En 1993, detonó otra vez un camión en Bishopsgate. Y aún recuerdo vívidamente el ataque a Docklands en 1996, porque ocurrió justo enfrente de donde yo trabajaba. En ese entonces, tal como durante el bombardeo alemán, la actitud universal podía resumirse en la frase "business as usual". Todos estábamos conscientes de que nuestros padres y abuelos la habían tenido mucho peor, sin quejarse ni acobardarse.
Lo que ocurrió el jueves fue con toda certeza mucho mejor calculado -y más letal- que cualquier acción emprendida por el IRA. Y otra vez los londinenses reaccionaron con sangre fría. En cualquier caso todos sabíamos que esto ocurriría tarde o temprano. Desde el 11 de septiembre nunca dejé de tomar el metro sin preguntarme ¿Será hoy? ¿Elegirán mi carro?, pero lo abordé de todas formas. Y ahora debo tratar de seguir haciendo lo mismo. Estoy confiado de que -quienes hayan sido los responsables- no lograrán su meta de alterar la vida de Londres. Más que eso: estoy seguro de que los terroristas vivirán -aunque probablemente no por mucho tiempo- para lamentar haber seguido el ejemplo de la Luftwaffe y de sus imitadores irlandeses.
No podemos rendirnos ante sus "quejas"
Christopher Hitchens
El jueves, en algún lugar alrededor de Londres, cerca de las 8.45 de la mañana, debe haber habido un grupo de tipos prendiendo la televisión y la radio con cara de maligna expectación. Espero y creo que lo que vieron los decepcionó. Simplemente no había suficiente de qué celebrar para los sicópatas. Por cierto que debe haber sido infernal debajo de King´s Cross, pero en la superficie no hubo pánico, ni alaridos, ni gritos pidiendo venganza. Escribo esto pocas horas después de las bombas, pero podría apostar que no habrá ninguna idiotez sangrienta, como ataques contra mezquitas o inmigrantes árabes o islámicos. Después de todo, las bombas en los buses y en el metro son una prueba de que a los autores de los atentados no les preocupa matar musulmanes, y eso prueba que ellos son tan víctimas como los demás.
Cuando usamos la débil palabra "terrorismo", estamos hablando de crueldad indiscriminada dirigida contra civiles. "Sadismo", "fascismo", o "nihilismo" serían conceptos mejores, porque refieren al veneno que se esconde en el nivel sub-humano del hombre.
La gente tiene miedo de los accidentes aéreos y de las alturas, por eso los ataques del 11 de septiembre del 2001 fueron el golpe perfecto al inconsciente colectivo global. Pero la gente también les teme a los incendios, a las multitudes o al encierro subterráneo: la mente de los fascistas está afinada para explotar precisamente esas fobias. Especulo, por eso, que quienes planearon esta atrocidad esperaban más pavor del que consiguieron.
Todos sabíamos que esto venía, y que un día un familiar nombre como Tavistock Squere se convertiría en sinónimo de barbarie. El bueno y viejo bus rojo londinense, símbolo de nuestra ciudad, fue rajado y convertido en chatarra. Por más absurda que esta violencia aparezca, expresa una ideología de muerte. Los predicadores de este culto se han encargado de advertirnos que adoran la muerte más de lo que nosotros amamos la vida. Su apuesta es que esto los hace imparables. Habrá que ver: ellos no pueden probar que están en lo cierto si nosotros no los ayudamos.
Mis amigos estadounidenses están impresionados con la compostura de los londinenses. Apuesto a que el transporte público de la ciudad volverá a operar en menos tiempo que tardaron las aerolíneas norteamericanas..
Recuerdo cuando vivía en Londres durante los ataques del IRA durante los años '70. Vi explotar el primer auto-bomba en 1972. No hubo advertencia esa vez, pero después surgió una cierta etiqueta para los atentados. Y aunque detestaba a esa gente que potencialmente podía hacerme estallar, estaba consciente de que había viejas disputas envueltas, y que también era posible una solución política.
Nada de eso se aplica en este caso. Ya sabemos cuáles son las "quejas" de los jihadistas. Las quejas de ver mujeres sin un velo que les cubra la cara. Las quejas por la existencia, no del Estado de Israel, sino del pueblo judío. Las quejas por la herejía de la democracia, que impide la imposición de la sharia, la ley islámica. Las quejas por una obra de ficción escrita por un ciudadano indio que vive en Londres (Salman Rushdie). Las quejas por la sola existencia de los homosexuales. Las quejas sobre la música, o sobre cualquier arte escénico. Todo esto ha sido proclamado como una licencia para matar infieles y apóstatas, o a cualquiera que se pone en el camino.
Ayer, por unos momentos, los londinenses vivieron en carne propia lo que es la vida para la gente común en Irak y Afganistán, aquellos a quienes su fe no los protege de morir a manos de quienes creen que no son lo suficientemente islámicos, o que son malos musulmanes. Es un grave error creer que los ataques son un asalto a "nuestros valores", o a "nuestra" forma de vida. Es, más bien, un asalto a la idea de civilización.
A su vez, se perfectamente que hay mucha gente que piensa que fue Tony Blair y su alianza con George W. Bush el que nos trajo todo esto. Un breve consejo para ellos: traten de no vociferar, o de hacerlo al menos después de los funerales. Y ya están advertidos sobre la gran falacia: por más en contra de la operación en Irak que estés, no puedes validar esas "quejas" que motivaron las bombas.
No traten siquiera de conectar las dos cosas. Ya hay algunos cuya lógica les dice que los escuadrones de soldados en Irak son el origen de los cadáveres en casa. ¿Cómo puede ser alguien tan torcido y estúpido? ¿Cómo puede prestarse alguien para servir de megáfono de esos asesinos? Esas "quejas" que enumeré arriba son injustificables, y esa es una de las muchas razones de por qué los islamistas no van a triunfar. Demandan lo imposible: el precio de todas las vidas que sean necesarias en favor de la imposición de una visión totalitaria. No hay nadie aquí con quien negociar, y sencillamente no podemos rendirnos. Lo que corresponde ahora es perseguir y capturar a los responsables. Los Estados que los cobijan o protegen no conocerán la paz. Las sociedades donde crecen y se desarrollan no permanecerán para siempre en su error, y su sórdido culto a la muerte no es nada con nuestro amor por Londres, que defenderemos como siempre hemos hechos y que sobrevivirá a todo esto con facilidad.
Bajo las bombas
Juan Luis Cebrián
El brutal ataque terrorista que el jueves padeció Londres merece algunas reflexiones políticas sobre la respuesta de las democracias ante situaciones como ésta y acerca de la utilización interesada, y aun sectaria, que se suele hacer de tan execrables sucesos.
El jueves negro de Londres y el jueves negro de Madrid tienen la misma firma, se explican por las mismas causas y merecen la misma respuesta unánime de parte del mundo civilizado. Ésta no puede ser, de nuevo, una guerra indiscriminada y cruel como aquella en la que se embarcó el trío de las Azores. Es posible que los atentados en la capital británica no sean -por lo menos, no principalmente- una respuesta a la invasión de Irak, pero a estas alturas también parece obvio que la guerra convencional contra Saddam Hussein y la brutal invasión de un país extranjero no constituían la réplica adecuada a la insidiosa agresión de Al Qaeda. Diga lo que diga el Presidente norteamericano, el problema con el que tenemos que enfrentarnos no es la existencia de un imaginario imperio del mal al que tenemos que vencer, sino el averiguar cómo las sociedades democráticas y abiertas son capaces de defenderse de los integrismos criminales de cualquier especie, sin renunciar a su sistema de vida, basado en los valores de la libertad.
Una primera condición para que la lucha contra este terrorismo de nuevo cuño sea exitosa es precisamente el reconocimiento de su carácter internacional, que demanda respuestas basadas también en acuerdos y decisiones de idéntico significado, lo que enfatiza la necesidad de recuperar el papel de la ONU y sus instituciones añejas. Por eso es tan grave la actitud de quienes han pretendido enmascarar lo sucedido hace año y medio en Madrid con lucubraciones mendaces sobre las motivaciones e identidad de los terroristas. Por eso, también, el tremendo error cometido por la Casa Blanca y sus socios de Londres y Madrid a la hora de lanzarse a la aventura bélica en Asia, de espaldas a la legalidad y sin el asentimiento de sus principales aliados, sólo se explica por razones ajenas a la lucha antiterrorista y ligadas a oscuras motivaciones de poder. Desde que fue tomada aquella decisión, que ha costado decenas de miles de vidas inocentes, hemos visto debilitarse los organismos supranacionales mientras se perpetraba la profunda división de Europa, se potenciaban los sentimientos ultranacionalistas y los fundamentalismos de todo género, y se sumía a las poblaciones del llamado primer mundo en un ambiente de miedo y desesperanza. Los gobernantes, junto a las justas lamentaciones por lo sucedido, deberían hacer un examen de conciencia sobre lo equivocado de aquella determinación, aparentemente audaz, sin que ello signifique que tengan que sentirse culpables por lo sucedido. Los culpables del terrorismo son, exclusivamente, los terroristas, pero los líderes políticos son responsables de tomar las medidas adecuadas que garanticen, a un tiempo, la seguridad y la libertad de los ciudadanos sin añadir más horror al horror ya causado. Es una tarea nada fácil, desde luego, virtualmente casi imposible, pero de la que de ninguna manera pueden abdicar quienes voluntariamente se presentan ante la ciudadanía como conductores de su destino.
Mientras, el reforzamiento de las instituciones y la cooperación, todavía muy pobre, entre los diferentes sistemas y servicios de seguridad son la única manera posible de confrontar el peligro. Éste no es un problema de americanos, ingleses o españoles; es un problema global que demanda respuestas globales. Requiere, por lo mismo, una Europa política más unida y fuerte, con un liderazgo más relevante que el que ejerce el antiguo anfitrión de las Azores, y una cohesión mayor en la defensa de los valores fundamentales de la democracia frente a los particularismos de unos y otros. Demanda también una Alianza Atlántica menos sometida al unilateralismo de la primera potencia mundial y más comprometida con el futuro de las poblaciones a las que defiende. En definitiva, el mensaje de muerte de los fanáticos seguidores de Bin Laden pone de relieve la necesidad de un cambio profundo en nuestras instituciones de gobierno y en las motivaciones que agitan las pasiones del poder.
La batalla tiene que darse en muchos frentes: en el policial y judicial desde luego, pero también en el cultural, en el educativo y en el religioso. Atañe a la integración de los inmigrantes que llegan por oleadas al mundo desarrollado, a las cuestiones planteadas por el multiculturalismo, a la lucha contra las desigualdades económicas, y a la eliminación del exasperante y ciego egoísmo de las sociedades capitalistas. Atañe, en definitiva, a la recuperación de los valores de la democracia, a la eliminación del odio como caldo de cultivo de la política y al reconocimiento de la existencia del otro en el marco de nuestra convivencia plural. Algo por lo que deberían velar (en España, por ejemplo) no sólo los responsables políticos, sino los medios de comunicación, y de manera connotada aquellos que, en nombre de la defensa de sus accionistas, inundan los hogares de basura televisiva o inmundicia radiada, contribuyendo a ese ambiente de división social y miedo.
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